La publicación anual del Informe del Observatorio sobre la Doctrina Social de la Iglesia en el mundo se ha convertido en una cita significativa para todos los que están interesados en la Doctrina Social de la Iglesia. Por consiguiente, agradezco la presencia de todos los que participan en este encuentro y, en particular, del presidente Costalli y el Movimiento Cristiano de los Trabajadores, que han hecho posible este encuentro.
Me toca decir unas palabras de conclusión; pero, ciertamente, no son palabras que concluyen un tema tan importante y urgente. Me gustaría hacerlo sin entrar en los aspectos concretos del problema, como han hecho quienes han intervenido hasta ahora, sino proponiendo una reflexión sobre lo que la Doctrina Social de la Iglesia puede aportar, no para resolver, sino para afrontar de manera correcta y conveniente el desafío planteado.
Como obispo y como presidente del Observatorio observo que hay hoy, entre los católicos, una tendencia a afrontar el problema de las migraciones mediante una caridad inmediata, pero sin una perspectiva política constructiva verdadera y propia. Observo también una movilización de esfuerzos y compromiso para asistir al emigrante y ofrecerle immediata solidaridad; en cambio, es menor el compromiso para afrontar con realismo el problema para, así, aportar soluciones que no sean de solidaridad a corto plazo, sino también organizadas y funcionales a nivel del sistema en su conjunto. La caridad es la reina de las virtudes sociales, como ya decía León XIII en la Rerum novarum, pero él escribió sus encíclicas sociales a la luz de la caridad con el fin, sobre todo, de construir una sociedad conforme a la dignidad del hombre y según los planes de Dios. La Iglesia ya ejercía la caridad inmediata rostro a rostro cuando León XIII escribió la Rerum novarum; pero él quería también que hubiera un compromiso hacia una caridad que podríamos llamar “política” en el sentido más amplio del término. Las migraciones nos llaman a una solidaridad inmediata pero, aún más, a una solidaridad de enfoque más amplio y a largo plazo y esto requiere no sólo el impulso entusiasta de ayudar al necesitado, sino la utilización de la totalidad de la Doctrina Social de la Iglesia, realismo y previsión, capacidad crítica y realista para examinar con verdad y no utilizando la ideología todos los aspectos del problema, y capacidad política para construir el futuro sin que sea el futuro el que se imponga sobre nosotros.
El panorama del problema de las migraciones es complejo y, precisamente por esto, no requiere sólo intervenciones a nivel de la necesidad inmediata, sino un realismo cristiano, capaz de esperanza “organizada”. No sólo está en juego el bien de las personas que desean entrar en los países occidentales, sino que lo está también el bien de las personas que permanecen allí, en los países de origen; el de los ciudadanos de los países de acogida que tienen derecho ante los nuevos llegados; el de los que están sometidos a las organizaciones criminales y, por último, el bien de nuestras sociedades, que no pueden permitirse que lleguen sujetos desestabilizadores disfrazados de inmigrantes y de solicitantes de asilo. Está el bien de quien llega con su cultura de origen, pero está también el de la señora anciana que es la única autóctona del edificio donde vive, rodeada de costumbres y usanzas que hacen que se sienta una extraña en su propia casa. Como se ve por estos pocos ejemplos, el problema de la inmigración hay que enmarcarlo dentro de la búsqueda del bien común, acerca del cual la Doctrina Social de la Iglesia ha dicho mucho y tiene aún mucho por decir y enseñar.
Sería equivocado pensar que la generosa acogida y el compromiso, llamémosle, “de costa”, son suficientes. Una Iglesia y un mundo católico comprometidos sólo en este sentido ciertamente cumplirían con su deber, pero no del todo. Interesarse sólo en quien llega y poco o nada por quien se queda en su país, culpabilizar sobre todo a los ciudadanos de los países de acogida, no distinguir entre las distintas situaciones de los inmigrantes, considerar con excesiva faciloneria el difícil y arduo problema de la integración, no son actitudes que hacen referencia a la concepción del bien común propuesta por la Doctrina Social de la Iglesia.
No hay que olvidarse tampoco que del bien común no forman parte sólo elementos de orden social, como por ejemplo el trabajo, la economía, el mantenimiento del sistema de bienestar, etcétera. El bien común tiene también un componente ético y otro religioso. Hay que preguntarse con realismo si los pueblos de acogida tienen derecho a conservar la propia identidad cultural y religiosa, como tienen los pueblos que migran. Y hay que preguntarse también cómo esta relación puede resolverse de una manera que no sea una simple yuxtaposición. Todos conocemos los dos peligros inminentes: el primero es que todas las culturas se conviertan en subculturas de una nueva cultura mundialista hegemónica, en manos de centros de poder transnacionales; el segundo es asistir a una balcanización de Europa, que acabaría, en la vida real, dividida en varios enclaves autónomos en todos los aspectos de autogobierno, pero obsequiosos a las leyes formales del Estado.
Observo un exceso de irenismo cuando se habla, hoy, de sociedad multicultural y multirreligiosa. No faltan experiencia positivas de integración, pero hay que reconocer que en la mayor parte de los casos la sociedad multicultural y multirreligiosa conlleva muchos problemas y sufrimiento. Esto sucede, sobre todo, cuando dicho tipo de sociedad es, en un cierto sentido, impuesta y las migraciones tienen como una de sus causas -hay muchas otras- la de obedecer a unas directrices geopolíticas internacionales.
Volvamos ahora al problema del que hemos partido. También el importante problema de las migraciones necesita de la Doctrina Social de la Iglesia; de hecho, no puede afrontarse sólo con intervenciones de caridad inmediata, sino con una visión de conjunto sobre el auténtico bien común. Dicho bien común, según la Doctrina Social de la Iglesia, tiene tres dimensiones: una dimensión ética, una analógica y una vertical. En el conflicto de las perspectivas morales, en el centralismo burocrático y en el secularismo prevalente, Occidente -y especialmente Europa- no encuentra los recursos internos necesarios para afrontar este problema externo. Es de nuevo la Doctrina Social de la Iglesia la que pide que la razón y la política cumplan con su deber. Y es de nuevo la Doctrina Social de la Iglesia la que pide que la caridad no sea ciega, sino realista y previdente.