Dios Omnipotente y Eterno,
Padre, Hijo y Espíritu Santo,
Te doy gracias
por haber donado a la Iglesia
el testimonio heroico
del Cardenal François-Xavier Nguyên Van Thuân.
La sufrida experiencia de la cárcel,
vivida en unión con Cristo Crucificado
y bajo la maternal protección de María,
forjó un testigo fúlgido,
para la Iglesia y para el mundo,
de unidad y de perdón,
de justicia y de paz.
Su amable persona
y su ministerio episcopal
irradiaron la luz de la fe,
el entusiasmo de la esperanza
y el ardor de la caridad.
Concédeme ahora, por su intercesión,
según Tu Voluntad,
la gracia que imploro,
con la esperanza de verlo pronto elevado
al honor de los altares.
¡Amén!

Con aprobación eclesiástica: Giampaolo Crepaldi
Roma – 16 de septiembre de 2007

Testimonios
E-mail a info@vanthuanobservatory.org

Recogemos en esta área los testimonios personales de quien ha encontrado al Cardenal Van Thuân, lo ha conocido, ha recibido algún don espiritual y quiera hablar de él a los demás. Recogemos también los testimonios de Gracias espirituales y materiales de quien haya invocado su intercesión.

Enviar el material:
Enviar el material a través de e-mail a: info@vanthuanobservatory.org
O también por escrito a: Osservatorio Internazionale Cardinale Van Thuân
Via Besenghi 16 – 34143 Trieste (Italia).
Asimismo, junto a la firma, indicar también la identidad personal general, la dirección propia y residencia postal.

por Stefano Fontana
24 de febrero de 2015 – Fuente: Il Timone

Su nombre era François-Xavier Nguyên Van Thuân, pero en el Pontificio Consejo “Justicia y Paz”, donde lo quiso Juan Pablo II primero como Vicepresidente y, después, como Presidente a partir 1998, él decía lo siguiente: “Me llamo François-Xavier Nguyên Van Thuân, pero en Tanzania o en Nigeria me llaman Uncle Francis, por lo que es más sencillo llamarme tío Francisco o, mejor, sólo Francisco”.
Así era el cardenal Van Thuân, un cristiano de gran sencillez, mansedumbre y amabilidad, pero también con grandes visiones llenas de esperanza, que sabía proponer: la difusión de la Doctrina Social de la Iglesia a los pobres del mundo, la evangelización de Asia, las actividades de caridad y de asistencia que promovía y apoyaba en los cuatro puntos cardenales.

Había llegado al Pontificio Consejo “Justicia y Paz” inmediatamente después de ser liberado, en 1988, de las cárceles comunistas vietnamitas, como padre espiritual ad honorem de los testigos cristianos que sufren el martirio de la fe. Tras ser liberado, después de trece años de cárcel sin haber sido nunca procesado, un periodista le había preguntado:

“¿Es feliz ahora”. Respondió: “¡También era feliz antes!”. Por esto el Papa quiso que fuera inmediatamente a la Santa Sede.

Era el icono encarnado de los objetivos evangélicos de la Doctrina Social de la Iglesia. Ha dado testimonio de ello en la justicia y la paz, mostrando como estas no son nunca sólo una obra humana ni resultado de mecanismos sociales y políticos, sino que son una vocación para el hombre que ha sido llamado a ellas por Jesucristo, que es la Justicia y la Paz. De la convivencia íntima con Cristo en su Iglesia el cardenal sacó la fuerza de ser testimonio de justicia y paz.

El cardenal Van Thuân mostró la unidad de las tres virtudes teologales en la vida del cristiano y, como Presidente del Pontificio Consejo “Justicia y Paz”, quiso que la actividad de este Dicasterio estuviera orientada a difundir la Doctrina Social de la Iglesia en su verdadera naturaleza de instrumento de evangelización que suscita testimonios, no sólo teorías, sobre todo de acciones y de vida cristiana en las estructuras sociales.

En 1967, a la edad de 39 años, Monseñor Francois-Xavier Van Thuân fue nombrado obispo de Nha Trang. Recibió la consagración episcopal el 24 de junio. Ocho años después, mientras Vietnam del Sur era ocupado por completo por las tropas comunistas, en abril de 1975 el Papa Pablo VI le nombró Arzobispo coadjutor de Saigón. Al cabo de unas semanas, y más concretamente el 15 de agosto de 1975, Solemnidad de la Asunción, fue arrestado acusado de haber conspirado con el Vaticano y los imperialistas. Llevaba puesta la sotana y tenía consigo sólo un rosario.

Su primer periodo de encarcelamiento lo pasó en Nha Trang, su diócesis anterior. Durante este primer periodo de cárcel escribió los textos que después fueron publicados en El camino de la esperanza. Los había escrito en la parte posterior de páginas de calendario que le había pasado a escondidas un niño de siete años. Permaneció siete meses en Nha Trang. Después fue trasladado al campo de Phu Khanh, donde permaneció otros nueve meses en una celda estrecha y sin ventanas, en aislamiento total. En la celda había sólo una bombilla colgada del techo. Dormía sobre una tabla cubierta de paja. Los guardias apagaban de repente la bombilla y le dejaban a oscuras durante días. Le pasaban la comida por debajo de la puerta. En la celda hacía mucho calor, era húmeda y tenía un olor nauseabundo por los efluvios de la letrina. El prisionero intentaba caminar adelante y atrás para no debilitarse y se inclinaba para respirar por la ranura debajo de la puerta. Ya no tenía ni hambre ni sed, no recordaba las oraciones, vomitaba y tenía mareos.

En noviembre de 1976 lo embarcaron para llevarlo, con otros 1.500 prisioneros, al campo de Vinh Quang, en Vietnam del Norte. Aquí el ambiente no era tan duro, pero dos meses después lo trasladaron de nuevo, esta vez a un campo de prisioneros situado en la periferia de Hanoi, donde le obligaron a compartir la celda con un militar Vietcong, que se convirtió en su amigo, atraído por su bondad.
Tras permanecer en arresto domiciliario en la rectoría de la aldea de Giang Xa, cerca de Hanoi, las autoridades decidieron segregarlo de nuevo en una celda, en una zona militar, donde vivió seis años, obligado a menudo a dormir en estructuras distintas.

Como su bondad conquistó a los guardias, fue trasladado de nuevo a una prisión de máxima seguridad y segregado en una celda. Fue liberado el 21 de noviembre de 1988, tras pasar trece años en la cárcel, nueve de los cuales en aislamiento total.

El joven obispo sufrió mucho en su cuerpo y espíritu en las cárceles vietnamitas donde fue recluido. Al principio sufría, sobre todo, por la separación de su pueblo. Sin embargo, la fe le mantuvo siempre unido a la Iglesia y al Santo Padre. Él mismo ha relatado en sus libros, y en algún vídeo que aún se puede ver, cómo conservó durante años dos páginas de L’Osservatore Romano, que llegaron a sus manos de manera fortuita -las dos páginas envolvían dos pescados que una señora le había dado- y cómo las había leído una y otra vez como instrumento de comunión, además de oración, con el Santo Padre.
En los largos años de aislamiento su mente y su corazón estuvieron a punto de sucumbir, sin llegar a hacerlo nunca. Había enseñado a uno de sus guardias el canto Veni Creator. A este guardia comunista le había conmovido la melodía del canto, aunque no entendía su significado. Pero, a pesar de todo, lo cantaba, contó después el cardenal. Lo cantaba también cuando él, futuro cardenal, sentía un gran peso en su alma; pero al oírlo, la esperanza volvía a nacer en él. Así fue como un guardia comunista se convirtió en instrumento de la esperanza cristiana.

En 1987, durante el aislamiento en la cárcel de Hanoi, el entonces obispo Van Thuân consiguió obtener hojas de papel en las que escribir, a escondidas, unas oraciones de esperanza. Los guardias, al inicio suspicaces y negativos, fueron conquistados por el amor que testimoniaba. Fueron los propios guardias los que le aconsejaron escribir las oraciones en una lengua extranjera -eligió el italiano-, y envolverlas en papel de periódico con escrito encima: “Estudio de una lengua extranjera”. Así podrían superar los controles. Con esta estratagema consiguió que las sacaran de la cárcel y podemos leerlas. Quien es instrumento del mal puede convertirse en instrumento del bien. Nada es como es. Todo puede ser transformado.
Había conseguido una pequeña botella de vino que había pasado los controles porque llevaba escrito: “Medicina para el dolor de estómago”. Celebraba la misa a escondidas, poniendo en la palma de la mano dos gotas de vino, una de agua y unas migas de pan. Guardaba la Eucaristía en los paquetes de cigarrillos. Celebraba la misa cada tarde a las tres, hora de la muerte del Señor. Después, a escondidas, pasaba las Sagradas Especies a los otros compañeros de cárcel que querían comulgar. Consiguió crear pequeñas comunidades cristianas que celebraban la Eucaristía y que velaban por la noche para adorar el Santísimo Sacramento conservado en los paquetes de cigarrillos. Había conseguido construir con cable eléctrico una cruz que, después, llevó siempre, también cuando era cardenal, y que le recordaba las experiencias pasadas y la ayuda recibida de Dios.

El cardenal Van Thuân había nacido el 17 de abril de 1928 en Huê, la capital del Vietnam imperial.

Su familia era de alto linaje y había sufrido muchas persecuciones a causa de la fe. Y siguió sufriéndolas con la llegada del comunismo.

La educación cristiana de su madre, Elisabeth, fue fundamental y le llevó a elegir, muy pronto, otros maestros: Santa Teresa de Lisieux, San Juan María Vianney y San Francisco Javier, del que tomó el nombre. De ellos aprendió la humildad, a confiar en la oración, la fortaleza ante las dificultades.

Durante su presidencia del Pontificio Consejo “Justicia y Paz” -aún hoy, lo digo de pasada, los oficiales del Dicasterio recuerdan sus amables imitaciones mímicas-, se ocupó activamente de difundir la Doctrina Social de la Iglesia entre los jóvenes y en distintas partes del mundo. Se entusiasmó por el proyecto del Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, hasta el punto que comunicó su publicación con unos años de anticipación. Por el testimonio del Arzobispo Crepaldi, que fue durante mucho tiempo su colaborador y amigo al ser el secretario del mismo Pontificio Consejo, sabemos que cuando enfermó de cáncer de estómago –noticia que recibió al mismo tiempo que su elección a cardenal, que tuvo lugar el 21 de febrero de 2001– dedicó todos sus sufrimientos precisamente al Compendio y al mensaje de esperanza que éste contiene.
En el Año Santo del 2000, el Papa Juan Pablo II quiso que fuera él quien guiara los ejercicios espirituales para el Santo Padre y la Curia. El cardenal Ratzinger le visitó a diario durante su enfermedad. Y en su Encíclica Spe Salvi, dedicada a la esperanza, habló dos veces de él. El cardenal Van Thuân fue heraldo de la esperanza. Siguen siendo testimonio de ello la gran cantidad de personas que son devotas a su memoria, como también los pensamientos y las oraciones contenidas en sus libros.

Recemos por el cardenal, del que está en marcha el proceso de beatificación.

TRIBUNAL DIOCESANO DEL VICARIATO DE ROMA
23 de octubre de 2010 – Sesión de apertura del Proceso de Beatificación y Canonización del Siervo de Dios, el cardenal François-Xavier Nguyên Van Thuân.

Por el cardenal Agostino Vallini.

1. Leemos en el Evangelio de Juan (12, 24): “Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto”. Jesús habla de sí mismo, del misterio del dolor, de soledad, de abandono, de la muerte ya cercana. Sabía que al entregarse postrado y humillado en las manos del Padre, la muerte se convierte en fuente de vida, precisamente como el grano de trigo que, en la tierra, se rompe para que la planta pueda nacer.
Pero hablando del grano de trigo, Jesús quería también recordar a los discípulos lo que les había anunciado en más de una ocasión: seguir al Maestro implica negarse a sí mismo y tomar la propia cruz cada día y seguirlo. Éste es el modo de salvar la propia vida (cfr. Mc 8, 35-36), en la perspectiva evangélica del mandamiento nuevo: “Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos” (Jn 15, 13).
Esta cita evangélica me parece la clave interpretativa de la vida del Siervo de Dios, el cardenal Nguyên Van Thuân, del que abrimos hoy, en esta sesión pública, el proceso de beatificación y canonización.

2. François-Xavier Nguyên Van Thuân nació el 17 de abril de 1928 en Huê, capital del Vietnam imperial. Descendía de una familia de mártires. Sus antepasados fueron víctimas de muchas persecuciones entre 1644 y 1888. Su bisabuelo paterno le contaba que cada día, a la edad de 15 años, recorría treinta kilómetros a pie para llevar a su padre, en la cárcel porque era cristiano, un poco de arroz y de sal. Su abuela, que no sabía ni leer ni escribir, cada noche rezaba con la familia el rosario por los sacerdotes. Su madre, Elisabeth, le educó cristianamente, le enseñaba historias de la Biblia y le contaba las memorias de los mártires de la familia, infundiendo en él también el amor a la patria. François-Xavier nunca olvidó cuánto había sufrido su familia por la fe y esta valiosa herencia le fortaleció, predisponiéndolo para afrontar su futuro “calvario” como un amado legado. Formado en una sólida vida espiritual, empezó a ver la mano de la Providencia de Dios en todas las cosas y a confiar con docilidad su vida a la obra del Espíritu Santo. El Siervo de Dios sintió muy pronto la llamada al sacerdocio gracias a la educación familiar y al estímulo de su tío sacerdote, Ngo Dinh Thuc, que fue uno de los primeros obispos de Vietnam.

En agosto de 1941 entró en el Seminario menor de An Ninh, en el que vivió con alegría y compromiso sus primeros pasos en la formación al sacerdocio. Tuvo educadores píos y buenos, que fortalecieron su decisión. Entre estos destacan la figura del rector, el padre Jean-Baptiste Urrutia, de la Sociedad de Misiones Extranjeras de París, futuroVicario Apostólico de Huê, al que el joven Thuân permaneció siempre muy unido, y el padre Jean-Marie Cressonier, que le reforzó en la devoción a la Virgen a través de la espiritualidad del benedictino irlandés Columba Marmion, y le dio testimonio de la belleza de la vida en la pobreza, preparándolo a las privaciones del futuro encarcelamiento.
A partir de entonces eligió como modelo de vida a tres santos: Santa Teresa di Lisieux, a la que su madre le hizo conocer de pequeño y de la que aprendió “el camino de la infancia espiritual” y a confiar en la oración; San Juan María Vianney, que le enseñó las virtudes de la humildad, la paciencia y el valor de la tenacidad; y San Francisco Javier, el gran apóstol de Asia, del que aprendió la indiferencia ante el éxito o el fracaso.

Los años del Seminario menor (1941-1947) fueron los años de la Segunda Guerra Mundial, de la llegada del comunismo a Vietnam, de la huída de su familia de la ciudad de Huê, del asesinato como traidores al país de su tío Khoi y de su primo Huan, a manos de los comunistas. El joven Thuân sufrió mucho, se llenó de rabia por la injusticia que sufría su familia, que había servido fielmente a la patria. Sin embargo, comprendió que no podía seguir a Cristo si no perdonaba a sus enemigos. Le ayudó en esta difícil lucha interior el valiente testimonio de un sacerdote jesuita mexicano, el padre Miguel Augustin Pro (1891-1927), arrestado por la policía secreta mexicana y que había dicho que “no temía nada, porque había depositado su vida en las manos de Dios de una vez por todas”. Thuân comprendió que tendría que hacer lo mismo y, lentamente, se enfrentó a la desventura, volvió a adquirir valentía, intentando calmar su atroz dolor.

De 1947 a 1953 fue alumno del Seminario mayor de Phu Xuan. Durante esos años tomó en consideración también la posibilidad de ser religioso: pensó en entrar en los jesuitas, fascinado por la figura de San Francisco Javier, su patrón, y del padre Pro; consideró también la posibilidad de ser benedictino por la atracción que sentía hacia la vida contemplativa. Pero al final optó por el sacerdocio diocesano, al que se preparó con gran compromiso y seriedad.

3. Fue ordenado sacerdote el 11 de junio de 1953 por el obispo Urrutia, su antiguo rector. La alegría de celebrar la santa misa fue inmensa y no pudo contener las lágrimas. Su primer destino pastoral fue la parroquia de Quang Binh, a unos 160 kilómetros de Huê, donde no pudo permanecer más que unas pocas semanas a causa de una grave forma de tuberculosis. Tuvo que afrontar un periodo de dificultades, pasando de un hospital al otro, en espera de una operación quirúrgica en el pulmón derecho. Cuando ya se iba a someter a la intervención, al hacer la última radiografía se observó que la enfermedad diagnosticada ya no estaba, que sus pulmones estaban limpios. El médico del hospital militar Grall le dijo: “Es increíble, no conseguimos encontrar rastro de la tuberculosis en ninguno de los dos pulmones… Usted se ha curado y no sé explicar cómo”. Don Thuân dio las gracias a Dios y a la Virgen por lo que había sucedido en su cuerpo y se propuso hacer siempre la voluntad de Dios.
Tras un periodo de convalecencia y un breve periodo en el cual llevó a cabo pequeños ministerios, el obispo Urrutia lo envió a Roma para perfeccionar sus estudios. Fue alumno de la Universidad Urbaniana, donde se doctoró en Derecho Canónico en 1959, con una tesis sobre la organización de los capellanes militares en el mundo. De ese periodo siempre recordaría el amor a la Roma cristiana y a sus maravillosas obras de arte, pero también las peregrinaciones a los santuarios marianos de Lourdes y Fátima, donde pudo interiorizar el mensaje de las apariciones de la Virgen. Las palabras que la Virgen había dirigido a Bernadette, en Lourdes, la primera vez, el 11 de febrero de 1858: “No te prometo hacerte feliz en este mundo, sino en el otro”, resonaron en su alma y el joven sacerdote las custió en su corazón, disponiéndose a aceptar las tribulaciones y sufrimientos que el Señor le enviara. De vuelta en Vietnam, ejerció el ministerio de profesor y, después, desempeñó el cargo de rector del Seminario menor de Huê, en un momento social y político bastante difícil para el país y para su familia. De hecho, el Siervo de Dios pertenecía a una familia políticamente importante en Vietnam. Su tío, Ngo Dimh Diem, fue Presidente del país, hasta el golpe de estado militar del 1 de noviembre de 1963, tras el cual fue asesinado. El joven sacerdote sintió un dolor indecible y afrontó esta nueva prueba consolado por la fe y, sobre todo, por las palabras de su madre, que le dijo: “Tu tío ha dedicado toda su vida a su país y no hay nada extraordinario en el hecho de que haya muerto por él. Como monje [de hecho, era oblato benedictino y había hecho la profesión en 1954 en el monasterio de San Andrés, en Brujas, Bélgica], dedicó toda su vida a Dios y no hay nada extraordinario en que haya muerto cuando Dios lo ha llamado”.

Mientras tanto, la archidiócesis de Huê se había quedado sin pastor, por lo que el consejo presbiterial llamó a don Don François-Xavier para que recubriera el cargo de vicario capitular.

4. Cuatro años más tarde, el 13 de abril de 1967, cuando tenía 39 años, Mons. François-Xavier fue nombrado obispo de Nha Trang. Su madre, cuando supo la noticia, le dijo: “Un sacerdote es un sacerdote. La Iglesia te ha honrado dándote una misión más importante, pero como persona no has cambiado. Sigues siendo un sacerdote y ésta es la cosa más importante que tienes que recordar”. Recibió la consagración episcopal el 24 de junio siguiente. En Nha Trang desarrolló un intenso ministerio pastoral, comprometiéndose mucho con la pastoral vocacional y la formación de los futuros sacerdotes. En ocho años, los seminaristas del Seminario mayor pasaron de 42 a 147 y los del Seminario menor de 200 a 500. Se dedicó intensamente también a la formación de los laicos.

Al cabo de poco menos de un año de su elección al episcopado, los comunistas lanzaron una ofensiva para conquistar algunas ciudades de Vietnam del Sur, entre ellas Nha Trang. A pesar de ello, el apostolado del joven obispo continuó sin limitaciones, ampliando su labor también a nivel regional y universal. De hecho, formaba parte de la comisión encargada de hacer nacer la Federación de las Conferencias Episcopales Asiática y, en 1971, fue nombrado Consultor del Dicasterio de la Santa Sede que, posteriormente, se convirtió en el Pontificio Consejo para los Laicos. En su país recubrió también el cargo de Presidente del COREV, el organismo para la reconstrucción de Vietnam, derivación del Pontificio Consejo “Cor Unum”, con la tarea de ayudar a más de cuatro millones de desplazados a causa de la guerra.

5. Ocho años después, en abril de 1975, mientras Vietnam del Sur era invadido totalmente por las tropas comunistas, el Papa Pablo VI lo nombró Arzobispo coadjutor de Saigón (Thành-Phô Chi Minh, Hôchiminh Ville), con derecho de suceder al arzobispo Nguyen Van Binh. Este nombramiento tendría terribles consecuencias.
Habían pasado pocas semanas del inicio de su servicio pastoral en Saigón cuando fue arrestado con la falsa acusación de conspirar con el Vaticano y los imperialistas. Era la primera hora de la tarde del 15 de agosto de 1975, Solemnidad de la Asunción. El arzobispo llevaba puesta la sotana y tenía consigo sólo la corona del rosario. Interpretó esta terrible prueba a la luz de la fe, que intentaba colmar de amor la vida del prisionero.

Primero estuvo encarcelado en Nha Trang, su diócesis anterior, donde estuvo en arresto domiciliario en la parroquia de Cay Vong. Este lugar, al ser familiar para él, le levantaba la moral, pero le invitó también a dar inicio a un viaje espiritual de purificación interior y de total despojo de sí mismo que duraría trece años, de los cuales nueve en aislamiento.
No permaneció inerte en esta nueva situación. El mes de octubre siguiente empezó a escribir una serie de mensajes a la comunidad cristiana. Un niño de siete años, llamado Quang, le proporcionaba a escondidas pequeñas hojas de papel, sacadas de viejos calendarios, que después llevaba a su casa para que sus hermanos y hermanas copiaran los mensajes para difundirlos. De la colección de estos mensajes nació el libro El camino de la esperanza.

6. Su encarcelamiento en Nha Trang duró siete meses, tras lo cual fue trasladado al campo de Phu Khanh y encerrado en una celda estrecha y sin ventanas. Permaneció allí nueve meses, confiado a la vigilancia de hombres crueles que lo maltrataban en cuanto tenían ocasión. No tenían por él ningún miramiento y parecía que les gustaba humillarle. Pero esto no bastó: pronto llegó para él la cárcel más dura, de aislamiento total, sin ningún contacto, ni siquiera con sus guardias.

Escribe un biógrafo:
“Lo que veía durante el día y la noche eran las cuatro sucias paredes de su humilde celda… Una bombilla colgaba del techo, del extremo de un desgastado cable eléctrico, y difundía un color amarillento en el deprimente ambiente que rodeaba al arzobispo. Thuân dormía sobre una superficie rígida cubierta por una estera de paja que, a causa de la extrema humedad, estaba cubierta de moho… Poco a poco el aislamiento empezó a producir el efecto deseado por sus verdugos. Thuân empezó a tener terror del vacío y del silencio que reinaban a su alrededor durante días. Sin ningún signo de presencia humana cerca de él, anhelaba oír algún sonido… Los guardias también utilizaban la oscuridad para atormentarlo. Sin preaviso o razón alguna, apagaban la débil luz de la bombilla de la celda, a veces durante muchos días seguidos, y Thuân no sabía cuándo era de día o de noche… le parecía que él ya no existía en el mundo de los vivos… El guardia que le llevaba la comida no hablaba con él: … era sólo una mano… que cogía por debajo de la puerta la bandeja sin comida y la sustituía con una llena”” (A. Nunguyen Van Chau, Il miracolo della speranza, ed. S, Paolo, 2004, pp. 226-227).
En esas condiciones es posible imaginar también el tremendo sufrimiento físico vinculado a las consecuencias de las necesidades naturales. En la celda, sigue el biógrafo, “hacía calor como si fuera un horno y, a causa de la letrina, despedía un olor nauseabundo en el calor veraniego. A causa de la humedad y de la falta de aire, Thuân se ahogaba por lo que se estiraba en el sucio suelo y ponía el rostro muy cerca de la ranura de la puerta para intentar respirar un poco de aire… Era casi imposible moverse en la minúscula celda, pero Thuân comprendió que si no se esforzaba en caminar no sobreviviría. Entonces comenzó a caminar adelante y atrás, hasta que el sofocante calor del verano le hacía sudar tanto que la vestimenta se le pegaba a la piel. Al cabo de unos pocos minutos se tenía que tumbar en el suelo y poner el rostro muy cerca de la ranura debajo de la puerta para intentar respirar” (p. 228). También su fuerte memoria empezó a vacilar, por lo que no conseguía acordarse de las oraciones. Estaba al borde de la locura. “No tenía hambre ni sueño. Vomitaba a menudo y sufría vértigos continuos y dolor en todo el cuerpo… La mente estaba cada vez más vacía y por periodos más largos” (p. 228).

Los funcionarios comunistas le visitaban con regularidad para interrogarle y obligarle a firmar una declaración según la cual admitía haber conspirado con el Vaticano y los imperialistas contra la revolución comunista. Ante su constante rechazo, le denigraban obsesivamente. En estas terribles condiciones el Siervo de Dios comprendió que podía ofrecer todo su dolor y sufrimiento a Dios como prenda de su amor. Así, la celda se transformó poco a poco en un lugar habitable, el dolor cedió el paso a la alegría y el sufrimiento se convirtió en fuente de esperanza.

El 29 de noviembre de 1976, el lunes sucesivo al primer Domingo de Adviento, junto a otros prisioneros fue sacado de la cárcel, encadenado y trasladado a otro campo, a 15 km. de Saigón y, dos días después, le embarcaron con 1.500 prisioneros, a los que empezó a consolar enseguida en su desesperación, como un buen samaritano. Tras diez días de navegación, llegaron al campo de prisioneros de Vinh Quang, en las montañas Vinh Dao, en Vietnam del Norte. Se le asignaron trabajos agrícolas y en los días de lluvía trabajaba como aprendiz de carpintero. El ambiente de la cárcel era menos cruel que el anterior; incluso consiguió que le mandaran vino en una pequeña botella que tenía pegada una etiqueta con la frase: “Medicina para el dolor de estómago”. Así pudo empezar a celebrar la santa misa. La Eucaristía se convirtió en el momento central de sus jornadas, de la que sacar la fuerza para confirmar su fe y colmarse de alegría. Celebraba la misa en la palma de la mano, con tres gotas de vino y una gota de agua. En ese periodo, aprovechando algo de tolerancia por parte de los guardias se atrevió a construir una pequeña cruz, que custodió celosamente.

Dos meses después le trasladaron de nuevo, esta vez a un campo de prisioneros en la periferia de Hanoi, donde le obligaron a compartir la celda con un coronel del Frente de Liberación de Vietnam del Sur. Éste resultó ser un espía que debía contar todo lo que Thuân hacía y decía. Sin embargo, poco a poco el compañero de celda se convirtió en amigo suyo y le aconsejó ser muy prudente. También los guardias tuvieron una actitud más benévola; uno de ellos, incluso, después de asegurarse que el Siervo de Dios no quería suicidarse, accedió a proporcionarle cable eléctrico y unas tenazas para que se hiciera una cadena para su cruz pectoral.

Después de transcurrir quince meses en este campo, gracias también a las presiones internacionales a su favor, el 13 de mayo de 1978 le trasladaron a un aldea a 20 km. de Hanoi, Giang Xa, donde permaneció en arresto domiciliario en la rectoría de la parroquia, vigilado día y noche por un guardia, con permiso para moverse y pasear, pero con el pacto de no comunicarse con la gente que, por otro lado, había sido oportunamente instruida para que no se acercara a él. Mons. Thuân, poco a poco, se fue haciendo más audaz e inició a realizar alguna actividad pastoral. El guardia, que estaba de su parte, permitía que los fieles le visitaran, a veces también en grupos pequeños. Todo esto hizo que las autoridades sospecharan, por lo que decidieron segregarlo de nuevo en una celda. Así, en las primeras horas del 5 de noviembre de 1982, un furgón gubernamental le trasladó a una zona militar, a un apartamento donde vivió con un oficial de policía, vigilado por dos guardia. Durante seis años vivió aislado en una habitación, cambiando a menudo de una estructura a la otra. Pero Mons. Thuân ya no tenía miedo a la segregación, porque estaba totalmente abandonado a Dios. Celebraba la misa cada día, a las tres de la tarde; después, dedicaba una hora a la oración, meditando sobre la agonía y la muerte de Jesús en la cruz. Su bondad fue conquistando lentamente a sus guardias y esto irritaba a las autoridades. Por ello, le trasladaron de nuevo a una cárcel de máxima seguridad y le segregaron en una celda. El alba de su liberación despuntó el 21 de noviembre de 1988, fiesta de la Presentación de la Bienaventurada Virgen María. Habían pasado trece años.

7. Una vez liberado, las noticias más significativas de la vida de Mons. Thuân se pueden resumir así: en 1992 fue nombrado miembro de la Comisión Católica Internacional para las Migraciones, en Ginebra; en novembre de 1994 le llamaron para desempeñar el cargo de Vice-presidente del Pontificio Consejo “Justicia y Paz”, convirtiéndose en su Presidente cuatro años después, el 24 de junio de 1998.

Como es bien sabido, en la Cuaresma del Año Santo del 2000 predicó los ejercicios espirituales al Santo Padre Juan Pablo II y a la Curia romana. En la conclusión de los ejercicios el Papa dijo:

«Doy las gracias, también en nombre de cada uno de vosotros, al querido monseñor François Xavier Nguyên Van Thuân, presidente del Consejo pontificio Justicia y paz, que, con sencillez y gran unción espiritual, nos ha guiado en la profundización de nuestra vocación de testigos de la esperanza evangélica al comienzo del tercer milenio. Habiendo sido él mismo testigo de la cruz durante los largos años de cárcel en Vietnam, nos ha contado frecuentemente hechos y episodios de su dolorosa detención, fortaleciendo así nuestra certeza consoladora de que, cuando todo se derrumba alrededor de nosotros y tal vez también dentro de nosotros, Cristo sigue siendo nuestro apoyo indefectible».

Un año después de su nombramiento como cardenal de Santa Romana Iglesia, se apagó serenamente el 16 de septiembre de 2002.

8. El recuerdo, muy resumido, de la vida de este gran testigo de la fe suscita gran admiración. Me he preguntado: ¿cuál ha sido el secreto que ha permitido al cardenal Nguyên Van Thuân enfrentarse a pruebas tan duras? ¿De dónde sacaba la fuerza interior para superar las privaciones y las humillaciones? ¿Cuáles son los rasgos más relevantes de su fisionomía de pastor?

La lectura de su biografía me ha convencido que una parte importante de su itinerario espiritual hay que atribuirlo a la educación y al testimonio recibido en su familia, en particular de su madre. El Siervo de Dios, en los momentos más oscuros de su encarcelamiento, volvía constantemente a las enseñanzas recibidas y al ejemplo de sus seres queridos, que no retrocedieron ante las amenazas y el sufrimiento, afrontados con firmeza cristiana.
Considero, además, que consiguió superar el desconsuelo y la angustia, que más de una vez estuvieron a punto de hacerle precipitar en el abismo de la desesperación, porque se agarró con todas sus fuerzas a la Palabra de Dios y a la Eucaristía, a cuya escuela moldeó su vida día tras dia.

No pudo llevarse la Biblia a la cárcel. Entonces se las ingenió para recoger todos los trocitos de papel que encontraba para componer una minúscula agenda en la que escribió más de trescientas frases del Evangelio. Este extraordinario texto espiritual fue su vademecum diario, del que sacaba luz y fuerza. Y respecto a la Eucaristía, sabemos que para conservar el Santísimo Sacramento usaba incluso paquetes de cigarrillos.

Fue un gran apoyo para él su afecto a la sede de Pedro y la comunión episcopal, a la que permaneció unido siempre. En Hanoi, durante el tiempo de la cárcel dura, una señora de la policía le llevó un pequeño pescado para que él se lo cocinara. Estaba envuelto en dos páginas de “L’Osservatore Romano”. Mons. Van Thuân las recibió como si fueran una reliquia. Sin que le vieran las lavó, las secó al sol y las conservó cuidadosamente. En el terrible aislamiento de la prisión, esas dos páginas del periódico de la Santa Sede eran el signo visible a través del cual él expresaba el vínculo de fidelidad inquebrantable al Santo Padre.

Juan Pablo II, cuando le recibió en audiencia el 15 de diciembre de 1999, le dijo: “En el primer año del tercer milenio un vietnamita predicará los ejercicios espirituales a la Curia romana”. Mirándolo intensamente, el Papa le preguntó: “¿Tiene usted en mente un tema?”. “Santo Padre, caigo de las nubes, estoy sorprendido. Tal vez podría hablar de la esperanza”, respondió el Siervo de Dios. Y el Papa: “¡Denos su testimonio!”. Los ejercicios espirituales iniciaron el 12 de marzo en la Capilla Redemptoris Mater, en el Vaticano, y se concluyeron el 18 de marzo.

9. El Siervo de Dios estaba dotado de una inteligencia fuera de lo común y tenía una gran facilidad de palabra y escritura. No obstante, nunca fue, en sentido estricto, un intelectual, ni un escritor. Su vocación era la de un pastor de almas. La forzada inactividad, como he recordado antes, le hizo escribir para seguir apacentando a su grey. A pesar de no poder ejercer su ministerio, su ardor apostólico le hacía intentar cualquier posible iniciativa para anunciar el Evangelio. De este modo consiguió crear, en la cárcel, pequeñas comunidades cristianas que se reunían para rezar juntas y, sobre todo, para celebrar la Eucaristía. Por la noche, cuando era posible, organizaba turnos de adoración ante el Santísimo Sacramento. Después de ser liberado, su intensa actividad pastoral, compatible con el trabajo en el Pontificio Consejo “Justicia y Paz”, le llevó a continuar con sus publicaciones de carácter prevalentemente espiritual.

10. No puedo dejar de mencionar otro aspecto muy evidente del perfil del cardenal Van Thuân: el amor por las personas que surgía de su corazón de pastor.
Todos los que le conocían quedaban sorprendidos por su bondad, empezando por sus guardias: una vez, un jefe de la policía le pidió que enseñara a los agentes los idiomas que él hablaba correctamente. Sus guardias se convirtieron en sus estudiantes.

Esta amabilidad caracterizó toda su vida. Escribe un biógrafo: “Manso y sonriente, el cardenal François-Xavier Nguyên Van Thuân acogía siempre a los visitantes yendo hacia ellos con los brazos abiertos en señal de bienvenida… la expresión era siempre amable y tranquilizadora. Con él las personas se sentían tranquilas y cómodas… Hablaba lentamente, eligiendo las palabras con absoluta precisión. Tenía una voz dulce y su modo de hablar era elocuente en su sencillez. Era obvio que sus ideas sencillas procedían de una gran profundidad interior y, para quienes le escuchaban, sus palabras se convertían en una invitación a reflexionar con un examen de conciencia… Sabía dar rápidamente un significado nuevo a hechos en apariencia banales, normales, y a cosas normalmente dadas por descontadas, haciendo que atrajeran la imaginación y se convirtieran en algo estimulante para la contemplación” (André Nguyen Van Chau, Il miracolo della speranza, ed. San Paolo, 2004, p. 7).

11. Pero el cardenal Van Thuân ha sido, sobre todo, un testimonio de esperanza. Creyó contra toda esperanza, precisamente a causa de las pruebas que el Señor permitió que le sucedieran. Él mismo, hablando de Abraham, escribió en el libro Peregrinos por el camino de la esperanza: “Toda la vida [de Abraham] fue un sucederse de dificultades. Y cumplió ciegamente los mandamientos, sostenido por su esperanza en Dios, dispuesto a seguir su voz en cualquier tiempo y lugar. ‘Tuvo fe contra toda esperanza'(Rm 4,18), como ‘padre de todos los creyentes'(Rm 4,11)”. No es exagerado afirmar, por lo tanto, que nuestro cardenal ha sido un digno discípulo de Abraham, no sólo imitando su sólida esperanza, sino también transmitiendo y consolidando esta virtud en muchas personas, con su ejemplo, su predicación, sus escritos. La suya fue una práctica de la virtud de la esperanza radicada sólidamente en la gracia y no en las caducas esperanzas terrenales, que apuntaba más allá del tiempo, sin dejarse dominar por las aparentes derrotas de esta vida, y cuyo fin era mejorar las realidades de este mundo.

12. En esta misión suya de infundir esperanza hay que recordar, por último, el compromiso del Siervo de Dios en favor de la difusión de la Doctrina Social de la Iglesia y su trabajo en el Pontificio Consejo “Justicia y Paz”.
Estaba convencido que una de las tareas más urgentes y necesarias de la sociedad hodierna era infundir en ella semillas de confianza, para valorar los fenómenos sociales, también los negativos, como pruebas para crecer humanamente y desde el punto de vista sobrenatural. En este perspectiva, el cardenal, durante su mandato como Presidente del Pontificio Consejo “Justicia y Paz”, promovió en 1999 la redacción de una reputada síntesis de la enseñanza de la Iglesia en campo social, el Compendio de la Doctrina Social Cristiana, con el fin de poner en evidencia el vínculo de la Doctrina Social con la nueva evangelización, tan intensamente deseada por el Sumo Pontífice Juan Pablo II.
Escribió: “La verdadera revolución, la que será capaz de transformar todo, desde el insondable corazón del hombre a las estructuras políticas, económicas y sociales, no se podrá hacer sin el hombre y sin Dios. Se realizará ‘para el hombre, en Cristo y con Él'” (Il cammino della speranza n. 623).

13. Estoy personalmente convencido que la personalidad del cardenal François-Xavier Nguyên Van Thuân fue extraordinaria: en ella, la potencia transformadora de la gracia encontró una naturaleza humana particularmente dotada y dócil para ser plasmada y transformada por la acción del Espíritu Santo.
Creo que quien tuvo la alegría de conocerle y de relacionarse con él estará de acuerdo en que el Siervo de Dios fue un verdadero discípulo de Dios, que hizo de la secuela de Cristo la única razón de su vida, reconduciendo todo a Dios, sabiendo reconocer en cada experiencia la mano providencial del Señor. En la terrible desolación de los años de la cárcel, se abrió al soplo ligero y regenerador del Espíritu. Dios se le manifestaba como el Todo y esto le bastaba para dar una nueva dimensión a la pesadumbre y al sufrimiento que le causaban estar privado de su libertad y dignidad personal. Su extraordinaria experiencia personal sigue siendo para nosotros una valiosa herencia. El grano de trigo, ablandado en la tierra, ha generado su fruto.

14. Confío al Vicario Judicial del Tribunal Diocesano, Mons. Gianfranco Bella, y a los otros oficiales la ardua tarea de examinar la vida y las virtudes cristianas de este insigne Pastor, con el deseo que su vida pueda ayudar a obispos, presbíteros y fieles laicos de nuestro tiempo a “caminar sin vacilación por el camino de la fe viva, que engendra la esperanza y obra por la caridad” (Lumen gentium, 41).

Agostino Card. Vallini
Vicario general de Su Santidad para la Diócesis de Roma